jueves, abril 20, 2006

para cuando estés


A la Orilla de la Chimenea
Texto de Joaquín Sabina

Puedo ponerme cursi y decir
que tus labios me saben igual que los labios
que beso en mis sueños,
puedo ponerme triste y decir
que me basta con ser tu enemigo,
tu todo,tu esclavo, tu fiebre, tu dueño.
Y si quieres también
puedo ser tu estación y tu tren,
tu mal y tu bien,
tu pan y tu vino,
tu pecado, tu dios, tu asesino...

o tal vez esa sombra
que se tumba a tu lado en la alfombra
a la orilla de la chimenea
a esperar que suba la marea.

Puedo ponerme humilde y decir
que no soy el mejor
que me falta valor para atarte a mi cama,
puedo ponerme digno y decir:
"toma mi dirección cuando te hartes de amores
baratos de un rato... me llamas".
Y si quieres también
puedo ser tu trapecio y tu red,
tu adiós y tu ven,
tu manta y tu frío,
tu resaca, tu lunes, tu hastío...
o tal vez ese viento
que te arranca del aburrimiento
y te deja abrazada a una duda,
en mitad de la calle y desnuda
y si quieres también
puedo ser tu abogado y tu juez,
tu miedo y tu fe,
tu noche y tu día,
tu rencor, tu por qué, tu agonía...

o tal vez esa sombra
que se tumba a tu lado en la alfombra
a la orilla de la chimenea
a esperar que suba la marea.

Uno de los Grandes



Apología de los ociosos
Robert Louis Stevenson

Traducción de Sara J. Linar




JUSTO ahora en estos tiempos, en los que todo el mundo se ve obligado, bajo pena de lesa respetabilidad, a entrar en alguna profesión lucrativa, y a trabajar en ella casi con entusiasmo; levantar la voz en favor del partido opuesto, el de aquellos que se contentan con tener lo suficiente para vivir y gustan mirar y gozar mientras tanto, pude parecer una pura ostentación o fanfarronería. Y sin embargo, no debería ser así. Lo que suele llamarse ociosidad, y que no consiste en no hacer nada, sino en hacer muchas de las cosas que no son aceptadas en los formularios dogmáticos de la clase dominante, tiene tanto derecho de afianzar su posición como la laboriosidad. Es algo admitido que la presencia de personas que se niegan a participar en el gran equipo de las carreras premiadas con seis peniques, supone inmediatamente un insulto y una decepción para quienes sí lo hacen. Un buen compañero (como tantos que se ven) toma su determinación, apuesta por los seis peniques, y como se dice en buen americano “va por ellos”. Y mientras tanto el tipo avanza trabajosamente calle arriba, no es difícil comprender su resentimiento, cuando observa a un gran número de personas que tranquilamente se hallan tendidas a la orilla del camino, con un pañuelo sobre las orejas y un vaso al alcance de la mano.
Alejandro se sintió herido en lo más hondo por la indiferencia que le prestó Diógenes . ¿Dónde quedaba la gloria de aquellos bárbaros que al penetrar violentamente al Senado, encontraron a los Padres de la Patria silenciosos e indolentes ante su éxito? Doloroso resulta haber trabajado duramente y haber escalado arduas cimas para encontrarse con la humanidad indiferente ante el esfuerzo realizado. De ahí que los físicos condenen a los no físicos; que los grandes financieros toleren superficialmente a los que tienen escasos fondos; que los literatos desprecien a los iletrados; y que las gentes que trabajan por alguna meta se unan entre sí para menospreciar a quienes no tienen ninguna.

Robert Louis Stevenson: Apología de los Ociosos II

Pero aunque esta sea una de las dificultades del tema, no es la mayor. No se mete a nadie en prisión por hablar en contra de la industria, aunque sí es posible que sea enviado a Coventry por hablar como un loco. La mayor dificultad que presentan estos temas es su tratamiento; conviene por tanto que por favor recuerden que esto es una apología. Cierto es que mucho puede ser juiciosamente argumentado en favor de la diligencia, pero una sola cosa hay que decir en contra de ella, y es lo que en esta ocasión, voy a decir. Declarar una opinión no significa necesariamente mostrarse sordo a las otras, y porque un hombre haya escrito un libro de viajes en Montenegro, nada quita esto para que también haya estado en Richmond.
Seguramente está más allá de toda duda que la gente suele estar bastante ociosa en su juventud. Y aunque de vez en cuando nos topemos por ahí con algún Señor Macaulay que logra pasar por todos los honores escolares sin necesidad de su ingenio, la mayor parte de los muchachos pagan caras sus medallas porque después nunca lograrán tener un tiro de suerte y empiezan su vida en la bancarrota. Y otro tanto sucede durante el tiempo en que un joven está educándose, o soportando que otros lo eduquen. Debió ser sin duda un viejo señor muy tonto quien en Oxford se dirigió a Johnson con estas palabras: “Jovencito, aplíquese diligentemente ahora a sus libros, y adquiera un buen capital de conocimientos, ya que cuando los años le encuentren, encontrará que estudiar los libros es una tarea bastante aburrida.” El viejo caballero parece ser inconsciente de que existen otras cosas, aparte de los libros, que se ponen tediosas, y muchas se vuelven imposibles, cuando los hombres llegan a una edad en que tienen que conformarse con usar anteojos y andar con un bastón. Los libros resultan buenos a su manera, pero no por ello dejan de ser un pálido sustituto de la vida. Triste es sentarse, como la señora de Shalott, con la cara vuelta hacia el espejo, y dando la espalda al bullicio y al encanto de la realidad. Y cuando un hombre lee con exceso, como la vieja anécdota nos recuerda le queda muy poco tiempo para pensar.
Si volvieran la vista atrás en su propia educación, estoy seguro de que no serán las vívidas, plenas e instructivas horas de travesuras las que lamentan, sino más bien los insulsos y desgraciados momentos, entre sueño y sueño, en medio de las clases. Por mi parte, puedo decir que no fueron pocas las clases a las que asistí en mi época, todavía recuerdo que el girar del trompo es un caso de Estabilidad Cinética. También recuerdo que la enfiteusis no es una enfermedad, ni el estilicio un crimen. Pero aunque no renuncio a esta parte de la ciencia, tampoco las sitúo al mismo nivel que las cosas sueltas que aprendí en la calle mientras jugaba a ausentarme de clases. No es el momento de extenderse sobre este potente lugar educativo, que fue la escuela favorita de Dickens y Balzac, y que cada año entrega tantos inmemorables maestros en la Ciencia de los Aspectos de la Vida. Bastará decir esto: si un niño no aprende en las calles es porque no tiene ninguna facultad de aprendizaje. No es necesario vagar siempre en las calles, porque si él prefiere, puede ir al campo atravesando los barrios residenciales. O puede lanzarse bajo unos matorrales o sentarse al lado de unas lilas, y fumar pipa tras pipa, al son del agua que pasa entre las piedras. Un ave cantará en la espesura. Y ahí él puede caer en una rama amable del pensamiento y considerar las cosas desde una nueva perspectiva. Entonces, si esto no es educación ¿qué es? Podemos imaginar al Sr.Worldly Wiseman acercándose al joven y manteniendo con él la siguiente conversación:
—Hola jovencito ¿qué haces tú aquí?
—A decir verdad, señor, tomo mi descanso.
—¿Y no es acaso ésta tu hora de clase? no deberías aplicarte a tus libros con diligencia, para al final obtener útiles conocimientos?
—Si me lo permite, así también aprendo
—¡Aprender! ¿Qué y de qué manera? ¿Acaso matemáticas?
—No, puede estar seguro.
—¿Metafísica, pues?
—Tampoco
—¿Es algún lenguaje?
—No, tampoco es lenguaje.
—¿Es de comercio?
—No tampoco es de comercio.
—¿Entonces, qué cosa es?
—“En realidad, señor, como luego va a llegar mi tiempo de peregrinación, deseo saber qué es lo que hacen las personas generalmente en mi caso, y donde están los peores abismos y espesuras del camino; así como también, las cosas que de más utilidad me serán para andarlo. Además, me siento aquí, al lado de este arroyo, para aprender a raíz del corazón una lección que mi maestro llama Paz o Contento”.

Robert Louis Stevenson: Apología de los Ociosos III

Para esos momentos el Sr. Worldly Wiseman estaría mucho más conmovido por la ira, y sacudiendo su bastón de un modo amenazador, le grita a este sabiondo: “¡Aprender así! ¡Si por mi fuera todos estos pícaros recibirían unos buenos azotes del verdugo!”.
Y así él seguiría su camino, agitando su almidonado pañuelo con el crujido que hacen los pavos cuando se ahuecan las plumas.
Ahora ésta, la del Sr. Wiseman, es la opinión común. Un hecho, por ejemplo, nunca es considerado hecho, sino mero chisme, cuando entra en una de las categorías establecidas. Una pregunta debe estar orientada en un sentido aceptado; de no ser así, no se las considera investigación, sino holgazanería; y el taller estará bien para usted. Se supone que todo el conocimiento está en el fondo de un pozo o al final de un telescopio. Sainte Beuve, consideró al hacerse viejo, que toda la experiencia estaba en un solo y gran libro, para estudiar algunos años antes de partir de aquí; y le daba la misma importancia que empezara por el capítulo XX, dedicado al cálculo diferencial, como al XXXIX, que trababa sobre oír una banda de música en el parque. En realidad, cualquier persona inteligente, teniendo bien abiertos los ojos y bien atentos los oídos, con una sonrisa en la cara todo el tiempo, conseguirá una mejor educación que cuantos pasan su vida en heroicas vigilias. Hay ciertamente un frío y árido conocimiento propios de las cimas de la ciencia más laboriosa y formal; pero es tomándose la molestia de mirar en torno a uno mismo como se adquiere conocimiento de los cálidos y palpitantes hechos de la vida. Mientras otros llenan sus memorias de añejas palabras, de las cuales olvidarán la mitad antes de una semana, nuestro ocioso joven puede aprender artes verdaderamente útiles: como tocar el violín, apreciar un buen cigarrillo, o aprender a hablar con facilidad y propiedad a toda clase de gente. Muchos de los que se han “aplicado a los libros con diligencia” y saben todo lo que se debe sobre una determinada rama de la sabiduría aceptada, terminan sus estudios con un aire de búho viejo, y se muestran secos, rancios, y dispépticos en los aspectos más agradables y brillantes de la vida. Muchos de ellos hacen una gran fortuna, sin por ello dejar de ser vulgares y estúpidamente patéticos hasta el fin de sus días. Y entre tanto, el ocioso, que empezó su vida al mismo tiempo que la de ellos, hace, si ustedes me permiten, un cuadro distinto. Ha tenido tiempo para cuidar su salud y su intelecto, ha pasado un largo tiempo al aire libre, que es de las cosas más saludables para el cuerpo y el espíritu; y aún sin haber leído lo más oscuro y recóndito del gran Libro, ha podido repasarlo con excelentes resultados. ¿Podría, acaso, el estudiante permitirse entregar unas pocas raíces hebreas, y el hombre de negocios entregar algunas de sus medias coronas, por una parte del conocimiento del ocioso, de la libertad y del Arte de la Vida? No, y eso que el ocioso tiene otras cualidades incluso más importantes que éstas. Quiero decir su sabiduría. Él que tanto ha observado la infantil satisfacción que otras gentes encuentran en sus aficiones, contempla las suyas con indulgente ironía. Difícilmente podrá escucharse su voz en el coro de los dogmáticos. Y mostrará siempre una gran comprensión hacia toda clase de gente y de opiniones. Y del mismo modo que no habrá para él verdades absolutas, tampoco llegará a identificarse con evidentes falsedades. Su camino lo conduce por una vía alternativa, no muy frecuentada, pero llana y placentera, la que se llama como la vereda de lo trivial, y que conduce al Belvedere del Sentido Común. Desde allí, él dominará, si no un noble, al menos agradable paisaje; y mientras otros contemplan el Este y el Oeste, el Demonio y el Amanecer, él estará felizmente conciente de un tipo de luz matutina que alumbrará todas las cosas sublunares, mientras un ejército de sombras que se desplazan rápidamente y en todas direcciones de adentran en la luz del día de la eternidad. Las sombras y las generaciones, los agudos doctores y las quejumbrosas guerras, se hunden finalmente en el silencio y el vacío; pero por debajo de todo esto un hombre puede ver, desde las ventanas del Belvedere, un paisaje verde y pacifico; muchos salones alumbrados por la luz del fuego, las risas de gentes buenas, que beben, y hacen el amor como se hacía antes del Diluvio o la Revolución Francesa; y al viejo pastor que dice su cuento bajo el espino.
La ACTIVIDAD extrema, mostrada tanto en el colegio como en la universidad, en la iglesia como en el mercado, es siempre un síntoma de deficiente vitalidad; mientras que la capacidad de dedicarse al ocio implica un apetito católico y un fuerte sentido de la identidad personal. Hay una gran cantidad de muertos vivos y cortos de vista que deambulan, escasamente concientes de estar vivos excepto cuando llevan a cabo una ocupación convencional. Lleve a estos compañeros al campo, o súbalos en un barco y verá cómo luego extrañan su escritorio o sus estudios. Carecen por completo de curiosidad; no pueden abandonarse a la arbitrariedad; no extraen el más mínimo placer del ejercicio de sus facultades; y al menos que la Necesidad venga a exhortarlos, se quedarán quietos y en silencio. No tiene sentido hablarle a esta gente: Ellos NO PUEDEN estar ociosos, su naturaleza no es lo bastante generosa, y pasan horas en una especie de estado de coma, cuando no se preocupan de mover con furia su máquina de hacer dinero. Cuando no están obligados a ir a la oficina, cuando no tienen hambre ni ganas de beber, el mundo que respira a su alrededor se les aparece como una foto postal. Si tienen que esperar más de una hora un tren, caen en una especie de lapso de estupidez sin siquiera cerrar los ojos. Viéndolos podría pensarse que no hay en el mundo nada que ver, ni nadie con quien hablar; se creería que están paralizados o enajenados; y, sin embargo, son personas que trabajan duro en su propio oficio, y tienen buen ojo para descubrir una falta en una escritura o un cambio en la bolsa. Han estado todo el tiempo en el colegio o en la universidad, pero sin quitar la vista de las medallas; se han paseado por el mundo y tratado con gente inteligente, pero no han dejado de pensar ni un segundo en sus propios negocios. Como si el alma humana no fuera de por sí suficientemente pequeña, han disminuido y han estrechado aún más las suyas, mediante una vida dedicada al trabajo y carente de juego; hasta que han llegado a los cuarenta, y ahí los tenemos, faltos de toda atención concreta, con la cabeza vacía de toda diversión, y ni un solo pensamiento que poder rozar con otro, mientras esperan la llegada del tren. Cuando aún andaban con pantalones cortos, tal vez se hubieran dedicado a encaramarse por los vagones; y, a los veinte, tal vez hubieran decidido matar el tiempo persiguiendo a las chicas, ahora, si la pipa llega a apagárseles, y la caja de rapé se les agota, se quedarán tiesos, sentados en el banco del andén, con ojos lastimeros. Semejante forma de Éxito en la Vida no tiene para mí el mayor interés.

Robert Louis Stevenson: Apología de los Ociosos IV


Pero no es solo la propia persona la que sufre los efectos de esta laboriosidad, sino también su mujer y sus hijos, sus amigos y sus conocidos, y la misma gente que se sienta a su lado en el ferrocarril o en el autobús. La perpetua lealtad a lo que un hombre llama su ocupación solo puede sostenerse en el perpetuo abandono de otras cosas. Y no hay nada cierto en que el trabajo de un individuo sea lo más importante que tiene que hacer. Desde una perspectiva imparcial resulta evidente que los papeles más sabidos, como virtuosos y benéficos, que se representan en el Teatro de la Vida, están cubiertos por actores gratuitos, y aparecen ante el mundo en general como grandes períodos de ocio. Ya que en aquel Teatro no solo están los señores que pasean, cantando a las camareras, y los diligentes violinistas de la orquesta, sino también aquellos que se dedican a observar y entregan sus aplausos desde las graderías, todos ellos cumplen un importante papel en el resultado final. Dependemos, sin duda, de los abogados y agentes de bolsa que nos aconsejan, de los conductores y guardavías que nos transportan de un lugar a otro, y de los policías que andan en las calles cuidando de nuestra protección ¿Pero demostramos el más leve sentimiento de gratitud hacia aquellos otros benefactores que nos ayudan a sonreír al tropezarnos con ellos en el camino o a quienes sazonan nuestras comidas con su grata compañía? El Coronel Newcome ayudaba a perder el dinero de sus amigos; Fred Bayham tenía la horrible costumbre de pedir las camisas prestadas; y, con todo, era preferible caer entre ellos que en compañía del Sr. Barnes. Tampoco Falstaff era una persona a quien se le podría considerar como sobria u honesta, pero sin embargo, conozco a uno o dos caras largas con cuya pérdida el mundo aún saldría ganando. Cuenta Hazlitt que se sintió siempre más obligado para con Northcote, quien nunca le había prestado algo que verdaderamente pudiera llamarse un servicio, que con cualquiera de los ostentosos amigos que componían su círculo; ya que pensaba que un buen compañero era el mejor benefactor que puede hallarse.
Sé que hay gente en el mundo que no puede considerarse agradecida con un favor a no ser que sea hecho con dolor y dificultad. Pero esto es una muestra de grosería. Puede haber alguien que nos envíe una carta de seis carillas llenas de divertidos chismes, o un artículo que nos haga pasar por la más provechosa media hora de nuestra vida. ¿Dejará acaso ser grande este servicio por no estar la carta y el artículo escritos con sangre, como ocurre en los pactos con el demonio? ¿Se imaginan ustedes que nos mostraríamos más considerados con nuestro corresponsal, en el caso que hubiera estado éste maldiciéndonos todo el tiempo por nuestra falta de oportunidad? Las cosas que se hacen por gusto suelen ser más beneficiosas que las que se hacen por obligación, porque, al igual que ocurre con la piedad, cuando no es cosa enfermiza, resulta dos veces bendita. Siempre debe haber dos para que exista un beso, pero una buena broma puede alcanzar a muchos; pero donde quiera que haya algo de sacrificio, o el favor se concede con dolor, la gente verdaderamente generosa no puede dejar de recibirlo sin cierta confusión. No hay ningún deber que sea tan subestimado como el de ser feliz. Siendo felices sembramos anónimamente beneficios por el mundo, que permanecen ocultos hasta para nosotros, y que cuando son descubiertos no sorprenden a nadie tanto como a nosotros mismos. El otro día un muchacho andrajoso y con los pies descalzos iba recorriendo la calle con un tejo de mármol, con tal cara de felicidad, que todo el mundo al verlo se sentía contagiado de buen humor; uno de los comensales, que se vio libre de los más negros pesares al contemplar su contagiosa alegría, paró al joven y le dio algún dinero, con la siguiente observación: “Ya ves lo que a veces ocurre con solo parecer contento”. Si primero el joven solo se había sentido contento, ahora estaba confundido. Por mi parte, no puedo dejar de aplaudir esta forma de alentar los niños a la alegría, en vez de al llanto; no deseo pagar por ver otras lágrimas que las que vea en el teatro; pero estoy dispuesto a hacer lo que esté en mis manos por hacer lo contrario. Un hombre o una mujer feliz producen más dicha que el hallazgo de un billete de cinco libras. Ese hombre y esa mujer se convierten en un foco de irradiación de buenos sentimientos. Y su entrada en un cuarto es como si otra vela hubiera sido encendida. No importa si son capaces de mostrar la proposición cuarenta y siete; hacen más que eso, ya que demuestran en la práctica el gran Teorema de la capacidad de vivir que da la Vida.
Por consiguiente si una persona no puede ser feliz más que siendo ociosa, así deberá quedarse. Se trata de un precepto revolucionario, pero debido al hambre y a los campos de trabajo, sin grandes posibilidades de propagación por más que en la práctica se trate de una de las verdades más incuestionables del Corpus entero de la Moralidad. Contemplen por un momento a uno de sus compañeros laboriosos, despide prisas y digestiones mal hechas; pone a rentar una gran cantidad de actividad, y recibe como beneficio una buena cantidad de stress. En cualquier caso: o vive retirado del mundo y de toda compañía, como un recluso cualquiera en su buhardilla, con zapatillas de levantarse y cargado con un pesado tintero; o bien, se mezcla entre la gente, rápida y amargamente, con los nervios contraídos, para descargar con ellos su mal humor antes de volver al trabajo. Poco importa lo bien o mal que ejecute su trabajo: su función como individuo es sembrar el malestar en la vida de los otros. Sería feliz de verlos muertos a todos. Trabajarían sin duda con más comodidad sin su presencia en la Oficina de Circunlocución, antes de tolerar su mal humor, lleno de perturbaciones. Envenena la vida en la propia fuente. Mejor es verse arruinado de pronto por un sobrino bribón, que tener que soportar todos los días a un tío obsesivamente malhumorado.

Robert Louis Stevenson: Apología de los Ociosos V

¿Y para qué, por Dios bendito, tantos afanes? ¿Con qué razón amargan su vida y la de las demás personas? Que un tipo publique tres o treinta artículos al año, que termine o deje inconcluso su cuadro alegórico, es cosa que importa bien poco al mundo. Las filas de la vida están llenas, y aunque parezcan cientos, otros vendrán siempre a llenar su vacío. Cuando le dijeron a Juana de Arco por qué no se quedaba en casa haciendo el trabajo que le correspondía a las mujeres, ella contestaba que ya eran suficientes las que estaban para hilar y lavar. Y lo mismo podría decirse de cualquiera, aún con las más raras habilidades. Cuando la naturaleza se muestra tan poco preocupada por la “identidad personal” ¿Por qué deberíamos imaginar que nuestra vida tiene algo de excepcional? Supongamos que Shakespeare hubiera sido golpeado en la cabeza por el coto de caza de sir Thomas Lucy: ¿Hubiera dejado por esto el mundo de marchar, el cántaro de ir a la fuente, la hoz al grano y el estudiante a sus libros? Y ciertamente nadie se habría percatado de tal pérdida. Pocas obras hay entre las existentes, si miramos bien, que valgan lo que vale una libra de tabaco para un hombre de escasos recursos. Solo intento hacer una serena reflexión que sirva para refrenar nuestra soberbia vanidad. Ni siquiera el tabaquero podrá encontrar una excesiva petulancia en lo dicho; ya que aunque el tabaco sea un sedante admirable, las cualidades necesarias para venderlo al por menor no son en sí extrañas ni sobresalientes. Usted puede tomar esto como quiera, pero ¡sí! hay pocas funciones individuales que resultan verdaderamente indispensables. ¡Atlas no deja de ser un tipo sumido en una prolongada pesadilla! Y con todo, es fácil ver comerciantes que trabajan para hacer una gran fortuna y terminar luego en los tribunales por bancarrota; escritorcitos que pasan su vida garabateando pequeños artículos hasta que su mal humor se convierte en una pesada carga para quienes están a su lado, como si se tratara de faraones construyendo alfileres en vez de pirámides; y jovencitos que trabajan hasta decaer, para ser transportados luego en una hermosa carroza fúnebre adornada con plumas blancas. ¿No cabría suponer que el Gran Maestro de Ceremonias les habría susurrado al oído la promesa del éxito? ¿Y que la insensible bola en que se habría jugado su destino era el centro de todo el universo? Y sin embargo, no es así. Las metas por las que ellos regalan su juventud inestimable, pueden ser quiméricas o perjudiciales; la gloria y las riquezas que esperan pueden no llegar nunca, o pueden encontrarlos indiferentes; y así ellos mismos y el mundo en el que habitan resultan ser tan insignificantes que se hiela la mente de solo pensarlo.