jueves, abril 20, 2006

Robert Louis Stevenson: Apología de los Ociosos V

¿Y para qué, por Dios bendito, tantos afanes? ¿Con qué razón amargan su vida y la de las demás personas? Que un tipo publique tres o treinta artículos al año, que termine o deje inconcluso su cuadro alegórico, es cosa que importa bien poco al mundo. Las filas de la vida están llenas, y aunque parezcan cientos, otros vendrán siempre a llenar su vacío. Cuando le dijeron a Juana de Arco por qué no se quedaba en casa haciendo el trabajo que le correspondía a las mujeres, ella contestaba que ya eran suficientes las que estaban para hilar y lavar. Y lo mismo podría decirse de cualquiera, aún con las más raras habilidades. Cuando la naturaleza se muestra tan poco preocupada por la “identidad personal” ¿Por qué deberíamos imaginar que nuestra vida tiene algo de excepcional? Supongamos que Shakespeare hubiera sido golpeado en la cabeza por el coto de caza de sir Thomas Lucy: ¿Hubiera dejado por esto el mundo de marchar, el cántaro de ir a la fuente, la hoz al grano y el estudiante a sus libros? Y ciertamente nadie se habría percatado de tal pérdida. Pocas obras hay entre las existentes, si miramos bien, que valgan lo que vale una libra de tabaco para un hombre de escasos recursos. Solo intento hacer una serena reflexión que sirva para refrenar nuestra soberbia vanidad. Ni siquiera el tabaquero podrá encontrar una excesiva petulancia en lo dicho; ya que aunque el tabaco sea un sedante admirable, las cualidades necesarias para venderlo al por menor no son en sí extrañas ni sobresalientes. Usted puede tomar esto como quiera, pero ¡sí! hay pocas funciones individuales que resultan verdaderamente indispensables. ¡Atlas no deja de ser un tipo sumido en una prolongada pesadilla! Y con todo, es fácil ver comerciantes que trabajan para hacer una gran fortuna y terminar luego en los tribunales por bancarrota; escritorcitos que pasan su vida garabateando pequeños artículos hasta que su mal humor se convierte en una pesada carga para quienes están a su lado, como si se tratara de faraones construyendo alfileres en vez de pirámides; y jovencitos que trabajan hasta decaer, para ser transportados luego en una hermosa carroza fúnebre adornada con plumas blancas. ¿No cabría suponer que el Gran Maestro de Ceremonias les habría susurrado al oído la promesa del éxito? ¿Y que la insensible bola en que se habría jugado su destino era el centro de todo el universo? Y sin embargo, no es así. Las metas por las que ellos regalan su juventud inestimable, pueden ser quiméricas o perjudiciales; la gloria y las riquezas que esperan pueden no llegar nunca, o pueden encontrarlos indiferentes; y así ellos mismos y el mundo en el que habitan resultan ser tan insignificantes que se hiela la mente de solo pensarlo.