Robert Louis Stevenson: Apología de los Ociosos III
Para esos momentos el Sr. Worldly Wiseman estaría mucho más conmovido por la ira, y sacudiendo su bastón de un modo amenazador, le grita a este sabiondo: “¡Aprender así! ¡Si por mi fuera todos estos pícaros recibirían unos buenos azotes del verdugo!”.
Y así él seguiría su camino, agitando su almidonado pañuelo con el crujido que hacen los pavos cuando se ahuecan las plumas.
Ahora ésta, la del Sr. Wiseman, es la opinión común. Un hecho, por ejemplo, nunca es considerado hecho, sino mero chisme, cuando entra en una de las categorías establecidas. Una pregunta debe estar orientada en un sentido aceptado; de no ser así, no se las considera investigación, sino holgazanería; y el taller estará bien para usted. Se supone que todo el conocimiento está en el fondo de un pozo o al final de un telescopio. Sainte Beuve, consideró al hacerse viejo, que toda la experiencia estaba en un solo y gran libro, para estudiar algunos años antes de partir de aquí; y le daba la misma importancia que empezara por el capítulo XX, dedicado al cálculo diferencial, como al XXXIX, que trababa sobre oír una banda de música en el parque. En realidad, cualquier persona inteligente, teniendo bien abiertos los ojos y bien atentos los oídos, con una sonrisa en la cara todo el tiempo, conseguirá una mejor educación que cuantos pasan su vida en heroicas vigilias. Hay ciertamente un frío y árido conocimiento propios de las cimas de la ciencia más laboriosa y formal; pero es tomándose la molestia de mirar en torno a uno mismo como se adquiere conocimiento de los cálidos y palpitantes hechos de la vida. Mientras otros llenan sus memorias de añejas palabras, de las cuales olvidarán la mitad antes de una semana, nuestro ocioso joven puede aprender artes verdaderamente útiles: como tocar el violín, apreciar un buen cigarrillo, o aprender a hablar con facilidad y propiedad a toda clase de gente. Muchos de los que se han “aplicado a los libros con diligencia” y saben todo lo que se debe sobre una determinada rama de la sabiduría aceptada, terminan sus estudios con un aire de búho viejo, y se muestran secos, rancios, y dispépticos en los aspectos más agradables y brillantes de la vida. Muchos de ellos hacen una gran fortuna, sin por ello dejar de ser vulgares y estúpidamente patéticos hasta el fin de sus días. Y entre tanto, el ocioso, que empezó su vida al mismo tiempo que la de ellos, hace, si ustedes me permiten, un cuadro distinto. Ha tenido tiempo para cuidar su salud y su intelecto, ha pasado un largo tiempo al aire libre, que es de las cosas más saludables para el cuerpo y el espíritu; y aún sin haber leído lo más oscuro y recóndito del gran Libro, ha podido repasarlo con excelentes resultados. ¿Podría, acaso, el estudiante permitirse entregar unas pocas raíces hebreas, y el hombre de negocios entregar algunas de sus medias coronas, por una parte del conocimiento del ocioso, de la libertad y del Arte de la Vida? No, y eso que el ocioso tiene otras cualidades incluso más importantes que éstas. Quiero decir su sabiduría. Él que tanto ha observado la infantil satisfacción que otras gentes encuentran en sus aficiones, contempla las suyas con indulgente ironía. Difícilmente podrá escucharse su voz en el coro de los dogmáticos. Y mostrará siempre una gran comprensión hacia toda clase de gente y de opiniones. Y del mismo modo que no habrá para él verdades absolutas, tampoco llegará a identificarse con evidentes falsedades. Su camino lo conduce por una vía alternativa, no muy frecuentada, pero llana y placentera, la que se llama como la vereda de lo trivial, y que conduce al Belvedere del Sentido Común. Desde allí, él dominará, si no un noble, al menos agradable paisaje; y mientras otros contemplan el Este y el Oeste, el Demonio y el Amanecer, él estará felizmente conciente de un tipo de luz matutina que alumbrará todas las cosas sublunares, mientras un ejército de sombras que se desplazan rápidamente y en todas direcciones de adentran en la luz del día de la eternidad. Las sombras y las generaciones, los agudos doctores y las quejumbrosas guerras, se hunden finalmente en el silencio y el vacío; pero por debajo de todo esto un hombre puede ver, desde las ventanas del Belvedere, un paisaje verde y pacifico; muchos salones alumbrados por la luz del fuego, las risas de gentes buenas, que beben, y hacen el amor como se hacía antes del Diluvio o la Revolución Francesa; y al viejo pastor que dice su cuento bajo el espino.
La ACTIVIDAD extrema, mostrada tanto en el colegio como en la universidad, en la iglesia como en el mercado, es siempre un síntoma de deficiente vitalidad; mientras que la capacidad de dedicarse al ocio implica un apetito católico y un fuerte sentido de la identidad personal. Hay una gran cantidad de muertos vivos y cortos de vista que deambulan, escasamente concientes de estar vivos excepto cuando llevan a cabo una ocupación convencional. Lleve a estos compañeros al campo, o súbalos en un barco y verá cómo luego extrañan su escritorio o sus estudios. Carecen por completo de curiosidad; no pueden abandonarse a la arbitrariedad; no extraen el más mínimo placer del ejercicio de sus facultades; y al menos que la Necesidad venga a exhortarlos, se quedarán quietos y en silencio. No tiene sentido hablarle a esta gente: Ellos NO PUEDEN estar ociosos, su naturaleza no es lo bastante generosa, y pasan horas en una especie de estado de coma, cuando no se preocupan de mover con furia su máquina de hacer dinero. Cuando no están obligados a ir a la oficina, cuando no tienen hambre ni ganas de beber, el mundo que respira a su alrededor se les aparece como una foto postal. Si tienen que esperar más de una hora un tren, caen en una especie de lapso de estupidez sin siquiera cerrar los ojos. Viéndolos podría pensarse que no hay en el mundo nada que ver, ni nadie con quien hablar; se creería que están paralizados o enajenados; y, sin embargo, son personas que trabajan duro en su propio oficio, y tienen buen ojo para descubrir una falta en una escritura o un cambio en la bolsa. Han estado todo el tiempo en el colegio o en la universidad, pero sin quitar la vista de las medallas; se han paseado por el mundo y tratado con gente inteligente, pero no han dejado de pensar ni un segundo en sus propios negocios. Como si el alma humana no fuera de por sí suficientemente pequeña, han disminuido y han estrechado aún más las suyas, mediante una vida dedicada al trabajo y carente de juego; hasta que han llegado a los cuarenta, y ahí los tenemos, faltos de toda atención concreta, con la cabeza vacía de toda diversión, y ni un solo pensamiento que poder rozar con otro, mientras esperan la llegada del tren. Cuando aún andaban con pantalones cortos, tal vez se hubieran dedicado a encaramarse por los vagones; y, a los veinte, tal vez hubieran decidido matar el tiempo persiguiendo a las chicas, ahora, si la pipa llega a apagárseles, y la caja de rapé se les agota, se quedarán tiesos, sentados en el banco del andén, con ojos lastimeros. Semejante forma de Éxito en la Vida no tiene para mí el mayor interés.
Y así él seguiría su camino, agitando su almidonado pañuelo con el crujido que hacen los pavos cuando se ahuecan las plumas.
Ahora ésta, la del Sr. Wiseman, es la opinión común. Un hecho, por ejemplo, nunca es considerado hecho, sino mero chisme, cuando entra en una de las categorías establecidas. Una pregunta debe estar orientada en un sentido aceptado; de no ser así, no se las considera investigación, sino holgazanería; y el taller estará bien para usted. Se supone que todo el conocimiento está en el fondo de un pozo o al final de un telescopio. Sainte Beuve, consideró al hacerse viejo, que toda la experiencia estaba en un solo y gran libro, para estudiar algunos años antes de partir de aquí; y le daba la misma importancia que empezara por el capítulo XX, dedicado al cálculo diferencial, como al XXXIX, que trababa sobre oír una banda de música en el parque. En realidad, cualquier persona inteligente, teniendo bien abiertos los ojos y bien atentos los oídos, con una sonrisa en la cara todo el tiempo, conseguirá una mejor educación que cuantos pasan su vida en heroicas vigilias. Hay ciertamente un frío y árido conocimiento propios de las cimas de la ciencia más laboriosa y formal; pero es tomándose la molestia de mirar en torno a uno mismo como se adquiere conocimiento de los cálidos y palpitantes hechos de la vida. Mientras otros llenan sus memorias de añejas palabras, de las cuales olvidarán la mitad antes de una semana, nuestro ocioso joven puede aprender artes verdaderamente útiles: como tocar el violín, apreciar un buen cigarrillo, o aprender a hablar con facilidad y propiedad a toda clase de gente. Muchos de los que se han “aplicado a los libros con diligencia” y saben todo lo que se debe sobre una determinada rama de la sabiduría aceptada, terminan sus estudios con un aire de búho viejo, y se muestran secos, rancios, y dispépticos en los aspectos más agradables y brillantes de la vida. Muchos de ellos hacen una gran fortuna, sin por ello dejar de ser vulgares y estúpidamente patéticos hasta el fin de sus días. Y entre tanto, el ocioso, que empezó su vida al mismo tiempo que la de ellos, hace, si ustedes me permiten, un cuadro distinto. Ha tenido tiempo para cuidar su salud y su intelecto, ha pasado un largo tiempo al aire libre, que es de las cosas más saludables para el cuerpo y el espíritu; y aún sin haber leído lo más oscuro y recóndito del gran Libro, ha podido repasarlo con excelentes resultados. ¿Podría, acaso, el estudiante permitirse entregar unas pocas raíces hebreas, y el hombre de negocios entregar algunas de sus medias coronas, por una parte del conocimiento del ocioso, de la libertad y del Arte de la Vida? No, y eso que el ocioso tiene otras cualidades incluso más importantes que éstas. Quiero decir su sabiduría. Él que tanto ha observado la infantil satisfacción que otras gentes encuentran en sus aficiones, contempla las suyas con indulgente ironía. Difícilmente podrá escucharse su voz en el coro de los dogmáticos. Y mostrará siempre una gran comprensión hacia toda clase de gente y de opiniones. Y del mismo modo que no habrá para él verdades absolutas, tampoco llegará a identificarse con evidentes falsedades. Su camino lo conduce por una vía alternativa, no muy frecuentada, pero llana y placentera, la que se llama como la vereda de lo trivial, y que conduce al Belvedere del Sentido Común. Desde allí, él dominará, si no un noble, al menos agradable paisaje; y mientras otros contemplan el Este y el Oeste, el Demonio y el Amanecer, él estará felizmente conciente de un tipo de luz matutina que alumbrará todas las cosas sublunares, mientras un ejército de sombras que se desplazan rápidamente y en todas direcciones de adentran en la luz del día de la eternidad. Las sombras y las generaciones, los agudos doctores y las quejumbrosas guerras, se hunden finalmente en el silencio y el vacío; pero por debajo de todo esto un hombre puede ver, desde las ventanas del Belvedere, un paisaje verde y pacifico; muchos salones alumbrados por la luz del fuego, las risas de gentes buenas, que beben, y hacen el amor como se hacía antes del Diluvio o la Revolución Francesa; y al viejo pastor que dice su cuento bajo el espino.
La ACTIVIDAD extrema, mostrada tanto en el colegio como en la universidad, en la iglesia como en el mercado, es siempre un síntoma de deficiente vitalidad; mientras que la capacidad de dedicarse al ocio implica un apetito católico y un fuerte sentido de la identidad personal. Hay una gran cantidad de muertos vivos y cortos de vista que deambulan, escasamente concientes de estar vivos excepto cuando llevan a cabo una ocupación convencional. Lleve a estos compañeros al campo, o súbalos en un barco y verá cómo luego extrañan su escritorio o sus estudios. Carecen por completo de curiosidad; no pueden abandonarse a la arbitrariedad; no extraen el más mínimo placer del ejercicio de sus facultades; y al menos que la Necesidad venga a exhortarlos, se quedarán quietos y en silencio. No tiene sentido hablarle a esta gente: Ellos NO PUEDEN estar ociosos, su naturaleza no es lo bastante generosa, y pasan horas en una especie de estado de coma, cuando no se preocupan de mover con furia su máquina de hacer dinero. Cuando no están obligados a ir a la oficina, cuando no tienen hambre ni ganas de beber, el mundo que respira a su alrededor se les aparece como una foto postal. Si tienen que esperar más de una hora un tren, caen en una especie de lapso de estupidez sin siquiera cerrar los ojos. Viéndolos podría pensarse que no hay en el mundo nada que ver, ni nadie con quien hablar; se creería que están paralizados o enajenados; y, sin embargo, son personas que trabajan duro en su propio oficio, y tienen buen ojo para descubrir una falta en una escritura o un cambio en la bolsa. Han estado todo el tiempo en el colegio o en la universidad, pero sin quitar la vista de las medallas; se han paseado por el mundo y tratado con gente inteligente, pero no han dejado de pensar ni un segundo en sus propios negocios. Como si el alma humana no fuera de por sí suficientemente pequeña, han disminuido y han estrechado aún más las suyas, mediante una vida dedicada al trabajo y carente de juego; hasta que han llegado a los cuarenta, y ahí los tenemos, faltos de toda atención concreta, con la cabeza vacía de toda diversión, y ni un solo pensamiento que poder rozar con otro, mientras esperan la llegada del tren. Cuando aún andaban con pantalones cortos, tal vez se hubieran dedicado a encaramarse por los vagones; y, a los veinte, tal vez hubieran decidido matar el tiempo persiguiendo a las chicas, ahora, si la pipa llega a apagárseles, y la caja de rapé se les agota, se quedarán tiesos, sentados en el banco del andén, con ojos lastimeros. Semejante forma de Éxito en la Vida no tiene para mí el mayor interés.
0 Comentarios:
Publicar un comentario
<< Home