Robert Louis Stevenson: Apología de los Ociosos IV
Pero no es solo la propia persona la que sufre los efectos de esta laboriosidad, sino también su mujer y sus hijos, sus amigos y sus conocidos, y la misma gente que se sienta a su lado en el ferrocarril o en el autobús. La perpetua lealtad a lo que un hombre llama su ocupación solo puede sostenerse en el perpetuo abandono de otras cosas. Y no hay nada cierto en que el trabajo de un individuo sea lo más importante que tiene que hacer. Desde una perspectiva imparcial resulta evidente que los papeles más sabidos, como virtuosos y benéficos, que se representan en el Teatro de la Vida, están cubiertos por actores gratuitos, y aparecen ante el mundo en general como grandes períodos de ocio. Ya que en aquel Teatro no solo están los señores que pasean, cantando a las camareras, y los diligentes violinistas de la orquesta, sino también aquellos que se dedican a observar y entregan sus aplausos desde las graderías, todos ellos cumplen un importante papel en el resultado final. Dependemos, sin duda, de los abogados y agentes de bolsa que nos aconsejan, de los conductores y guardavías que nos transportan de un lugar a otro, y de los policías que andan en las calles cuidando de nuestra protección ¿Pero demostramos el más leve sentimiento de gratitud hacia aquellos otros benefactores que nos ayudan a sonreír al tropezarnos con ellos en el camino o a quienes sazonan nuestras comidas con su grata compañía? El Coronel Newcome ayudaba a perder el dinero de sus amigos; Fred Bayham tenía la horrible costumbre de pedir las camisas prestadas; y, con todo, era preferible caer entre ellos que en compañía del Sr. Barnes. Tampoco Falstaff era una persona a quien se le podría considerar como sobria u honesta, pero sin embargo, conozco a uno o dos caras largas con cuya pérdida el mundo aún saldría ganando. Cuenta Hazlitt que se sintió siempre más obligado para con Northcote, quien nunca le había prestado algo que verdaderamente pudiera llamarse un servicio, que con cualquiera de los ostentosos amigos que componían su círculo; ya que pensaba que un buen compañero era el mejor benefactor que puede hallarse.
Sé que hay gente en el mundo que no puede considerarse agradecida con un favor a no ser que sea hecho con dolor y dificultad. Pero esto es una muestra de grosería. Puede haber alguien que nos envíe una carta de seis carillas llenas de divertidos chismes, o un artículo que nos haga pasar por la más provechosa media hora de nuestra vida. ¿Dejará acaso ser grande este servicio por no estar la carta y el artículo escritos con sangre, como ocurre en los pactos con el demonio? ¿Se imaginan ustedes que nos mostraríamos más considerados con nuestro corresponsal, en el caso que hubiera estado éste maldiciéndonos todo el tiempo por nuestra falta de oportunidad? Las cosas que se hacen por gusto suelen ser más beneficiosas que las que se hacen por obligación, porque, al igual que ocurre con la piedad, cuando no es cosa enfermiza, resulta dos veces bendita. Siempre debe haber dos para que exista un beso, pero una buena broma puede alcanzar a muchos; pero donde quiera que haya algo de sacrificio, o el favor se concede con dolor, la gente verdaderamente generosa no puede dejar de recibirlo sin cierta confusión. No hay ningún deber que sea tan subestimado como el de ser feliz. Siendo felices sembramos anónimamente beneficios por el mundo, que permanecen ocultos hasta para nosotros, y que cuando son descubiertos no sorprenden a nadie tanto como a nosotros mismos. El otro día un muchacho andrajoso y con los pies descalzos iba recorriendo la calle con un tejo de mármol, con tal cara de felicidad, que todo el mundo al verlo se sentía contagiado de buen humor; uno de los comensales, que se vio libre de los más negros pesares al contemplar su contagiosa alegría, paró al joven y le dio algún dinero, con la siguiente observación: “Ya ves lo que a veces ocurre con solo parecer contento”. Si primero el joven solo se había sentido contento, ahora estaba confundido. Por mi parte, no puedo dejar de aplaudir esta forma de alentar los niños a la alegría, en vez de al llanto; no deseo pagar por ver otras lágrimas que las que vea en el teatro; pero estoy dispuesto a hacer lo que esté en mis manos por hacer lo contrario. Un hombre o una mujer feliz producen más dicha que el hallazgo de un billete de cinco libras. Ese hombre y esa mujer se convierten en un foco de irradiación de buenos sentimientos. Y su entrada en un cuarto es como si otra vela hubiera sido encendida. No importa si son capaces de mostrar la proposición cuarenta y siete; hacen más que eso, ya que demuestran en la práctica el gran Teorema de la capacidad de vivir que da la Vida.
Por consiguiente si una persona no puede ser feliz más que siendo ociosa, así deberá quedarse. Se trata de un precepto revolucionario, pero debido al hambre y a los campos de trabajo, sin grandes posibilidades de propagación por más que en la práctica se trate de una de las verdades más incuestionables del Corpus entero de la Moralidad. Contemplen por un momento a uno de sus compañeros laboriosos, despide prisas y digestiones mal hechas; pone a rentar una gran cantidad de actividad, y recibe como beneficio una buena cantidad de stress. En cualquier caso: o vive retirado del mundo y de toda compañía, como un recluso cualquiera en su buhardilla, con zapatillas de levantarse y cargado con un pesado tintero; o bien, se mezcla entre la gente, rápida y amargamente, con los nervios contraídos, para descargar con ellos su mal humor antes de volver al trabajo. Poco importa lo bien o mal que ejecute su trabajo: su función como individuo es sembrar el malestar en la vida de los otros. Sería feliz de verlos muertos a todos. Trabajarían sin duda con más comodidad sin su presencia en la Oficina de Circunlocución, antes de tolerar su mal humor, lleno de perturbaciones. Envenena la vida en la propia fuente. Mejor es verse arruinado de pronto por un sobrino bribón, que tener que soportar todos los días a un tío obsesivamente malhumorado.
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